Por: Carlos Mario Castro
El 14 de octubre de 2018, Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue declarado santo por el Papa Francisco en ceremonia oficial celebrada en Roma. Aunque la figura y obra del obispo Romero, sin necesidad de estar en los altares, ya eran patrimonio de la humanidad, inspiración y ejemplo excepcional de compromiso con la lucha por la justicia, la paz y la reconciliación en situaciones de violencia y atropello a los derechos fundamentales. Por esa singular universalidad la abadía de Westminster le hizo un monumento como uno de los 10 testigos fundamentales que dejaron su sello indeleble en la segunda mitad del siglo XX.
La huella de la Compañía de Jesús, de los jesuitas, el parentesco con lo ignaciano está presente en el obispo mártir. De los Ejercicios Espirituales tomó el lema Sentir con la iglesia como divisa para vincular su vida y ministerio con la de los pobres, y convertirse en la voz que defendía su dignidad mancillada por la injusticia y la represión política.
Además, en su equipo de trabajo participaron varios destacados jesuitas, quienes le apoyaron en momentos difíciles y peligrosos (cuando dentro de la Iglesia muchos le dieron la espalda) con su amistad y lealtad, con información y análisis políticos y teológicos para preparar sus novedosas homilías de los domingos, un fenómeno de comunicación religiosa y política nunca visto ni repetido.
El cielo abierto, documental mexicano sobre Monseñor Romero
Para quienes todavía no conocen la vida y obra de Monseñor Romero, el documental El cielo abierto (2011), del cineasta mexicano Everardo González, puede ser una oportunidad para entrar en sintonía con un mensaje que pese al tiempo todavía conserva su frescura contemporánea porque invita a la esperanza y alienta el sentir, pensar e imaginar cómo ser congruentes en estos tiempos de miedo e incertidumbre; en donde el mismo odio que silenció a Óscar Romero aún pasea por el mundo con su llamado a la intolerancia y a la violencia ante el reclamo de los pobres y otros grupos vulnerables a una vida digna y con derechos.
El cielo abierto reconstruye las circunstancias, de 1977 a 1980, que culminaron con el asesinato de Monseñor Romero, nombrado arzobispo de la capital San Salvador cuando la polarización política crecía sin freno, y se cerraba cualquier posibilidad de resolver de manera pacífica las contradicciones económicas y sociales de la sociedad salvadoreña. Esto ocurrió durante una de las etapas más violentas de la historia contemporánea de aquel país centroamericano, nombrado como el Pulgarcito de América por un olvidado escritor salvadoreño, Julio Enrique Ávila, pero que Roque Dalton en Historias prohibidas del Pulgarcito atribuyó a Gabriela Mistral (Premio Nobel de Literatura 1945). Un recurso quizás imitado de Borges quien a propósito equivocaba las referencias para de ese modo dar más fulgurante verosimilitud a su prodigiosa literatura conceptual.
En El Salvador, pequeño país de apenas 22 mil kilómetros cuadrados y alrededor de 7 millones de habitantes, los enfurecidos gigantes de la muerte y el asesinato político dejaron una estela de sangre estimada en más de 70 mil muertos entre desaparecidos y asesinados, más una diáspora incontable de exiliados y refugiados: “los tristes más tristes del mundo… los que nadie sabe nunca de dónde son”. Así es como el documental de Everardo González profundiza en los antecedentes que llevaron a este diminuto y sísmico país a una cruenta guerra civil que duró doce años, de 1980 a 1992, y describe el contexto de Latinoamérica y al mundo en general. Una realidad cimbrada por la violencia política y las expectativas de cambio revolucionario que fueron propios del conflicto mundial pasado de la Guerra Fría.
Teología como práctica inteligente del amor con los vulnerables
Es importante destacar, como muy bien lo encuadra González, que el ministerio de Monseñor Romero se comprende mejor si se interpreta no como un eco de la confrontación entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, sino desde la reflexión y vivencia de una teología a la altura de aquel tiempo de extrema polarización y muerte violenta.
A esta reflexión y vivencias teológicas Jon Sobrino, S.J., la definió como intelectus amoris: una inteligencia del amor que –con errores y aciertos– optó por defender la vida, y muchas veces dar la vida por los empobrecidos que en varios países de Centroamérica eran aplastados y exterminados por la aplanadora ideológica y militar de los Estados de seguridad nacional.
En esta dirección, el documental construye una respuesta honrada, bien documentada, a la pregunta de por qué un mensaje que fue en esencia religioso tuvo consecuencias políticas al representar en la práctica un peligro para el Estado, para las élites económicas de El Salvador, para las fuerzas armadas, y para la “seguridad nacional” de los Estados Unidos, que invirtió 1 millón de dólares diarios en el conflicto salvadoreño, más que en ningún otro país latinoamericano de aquel tiempo.
La música como memorial de las víctimas
La película ofrece un descomunal y riguroso trabajo de archivo, recupera el testimonio de las voces no oficiales, de ese grupo de gente sencilla y anónima, mujeres y hombres, religiosas y religiosos, que vieron pasar a Monseñor Romero por sus vidas, sobrevivieron a la guerra, y aún continúan fieles a las enseñanzas de su pastor en este otro contexto muy diferente de El Salvador y el mundo.
Muy importante como otro narrador es el acierto de la música compuesta por Radaid, grupo musical de Guadalajara, que sin haber vivido la guerra salvadoreña tuvo la sensibilidad de atrapar en sus melodías de inefable belleza el espíritu de ese tiempo trepidante de bombas y masacres, pero también de heroísmo singulares, de novedades y esperanzas.
Conmueve sobre todo la canción que acompaña los créditos finales. En ella se resucita la memoria de tantos que fueron asesinados y desaparecidos. Un memorial hecho canción de quienes ya no están entre nosotros, pero continúan presentes en nuestros recuerdos e ideales, por difícil que sea ahora tener ideales y compromisos con la memoria, la paz y la justicia.
Cuando el documental se estrenó en 2011 todavía no estábamos estremecidos con la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, ni espantados con el hallazgo de las fosas comunes de la guerra económica del narcotráfico, ni con los feminicidios en tropel. Sin embargo, ahora la composición de Radaid también evoca su memoria y nos pregunta sus nombres para no olvidarlos y buscar la reparación de la justicia.
Ninguna solución violenta puede prosperar
A pesar de que la historia no se repite, al menos eso parece, ojalá el mensaje de Monseñor Romero, recuperado en El cielo abierto, nos anime a buscar respuestas y construir soluciones a las dificultades presentes de El Salvador y de nuestro tiempo, problemas que ahora ya no son solo nacionales, sino mundiales.
Que, sin importar la distancia que cada año nos separa más de Monseñor Romero y su tiempo, sepamos cómo alzar la voz frente a todo tipo de violencia, como él lo hizo con valentía y creatividad cuando pronunció desde su púlpito estas palabras inmortales teñidas de futuro: “Y a quienes abogan por soluciones violentas, llamarlos a la comprensión. Saber que nada violento puede ser duradero, que hay perspectivas aún humanas de soluciones racionales. Y por encima de todo está la palabra de Dios que nos ha gritados hoy, ¡reconciliación!”.