DagobertoGutiérrez
Sin saber cómo ni cuándo, ni tampoco donde, cuando estaba en cuarto grado, apareció en mis manos un libro sobre la vida de Jesús. Recuerdo que era muy fino y con ilustraciones elegantes de Gustavo Dore, de quien yo no tenía ni la más mínima noción, pero del que llegué a saber después. Las ilustraciones de lo soldados romanos eran impresionantes, sus armas cortantes eran presentadas dramáticamente y todo en ellos tenía el olor del poderío y del abuso.
De repente apareció un hombre, muy sencillo y muy directo, que me pareció bueno, claro y justo. Esta, por supuesto, era la visión de un niño que posiblemente andaba encontrando lo que no andaba buscando.
La historia que aparecía en el libro no explicaba todo porque yo no conocía la historia de los judíos ni de los romanos, pero, me pareció, esto sí, que los primeros eran los débiles y los segundos eran los fuertes, los que mandaban y atemorizaban e imponían su voluntad. Desde un principio, estos romanos no me gustaron, pero los judíos me parecieron con muchas oscuridades y misterios, hasta que uno de ellos fue bautizado en un río por alguien que dijo que él, el bautizado, era el cordero de Dios que quitaba el pecado del mundo. Aunque esta figura compleja no la entendí, el hecho de ser un cordero me pareció como sinónimo de humildad y honradez.
Así empezó la vida intensa de este hombre que aparecía salido de sectores pobres, pero que conocía los caminos que le permitían llegar al corazón de la gente.
Desde un principio, tuve la idea de que este Jesús no estaba de acuerdo con los romanos que siempre aparecían llenos de armas, aunque él no se refiriera, directamente, a las legiones romanas que mandaban y abusaban. La historia, de repente, se volvió sangrienta. A este hombre lo condenan a la muerte y lo crucifican.
Al llegar a este punto dejé de entender, porque pensaba que, siendo este hombre tan bueno y tan justo, no merecía que lo mataran. Pero una cosa si estuvo clara en mi cabeza infantil, y esto fue que los que lo mataron eran los romanos y éstos eran el imperio, tal como se les nombraba en el libro. En ese momento pensé, que los imperios eran malos y eran asesinos y no se podía confiar en ellos.
Tan impresionado quedé de la historia que dispuse formar una especie de circulo de estudio, y todos los sábados en la mañana, en un corredor de mi casa, en Chalchuapa, nos reuníamos un grupo de niños del barrio. Yo leía parte del libro, luego ellos preguntaban y yo comentaba. Esto continuó con cierto éxito hasta que, en uno de esos sábados, uno de los niños me pregunto: por qué Saulo o Pablo se había caído del caballo cuando iba para Damasco y por qué, además, se quedó ciego y por qué logró mirar a los tres días. Semejante pregunta me pareció incontestable, y el circulo languideció. Pero quedé marcado por el rechazo a los imperios.
Meses después, en mi grado se presentó una película chilena sobre la minería en ese país, y ahí se explicaba como el imperio estadounidense se robaba la parte principal de los mineros de Chile, y así, una vez más, quedé confirmado en la línea correcta del rechazo a los imperios.
Décadas después, y durante las matanzas ciudadanas ante Catedral, durante el gobierno de Carlos Humberto Romero, después de 1977, un teólogo alemán, que formaba parte de una delegación de luteranos que visitaba a nuestro país en solidaridad, explicó, sin que estuviera conversando conmigo, que en la figura del viaje de Saulo a Damasco había un simbolismo en donde el caballo representaba al pensamiento, que sirve como un rumbo o un norte a las personas, que Saulo se cayó del caballo porque cambio de pensamiento y de ideario, que se quedó ciego porque aprendió a mirar la realidad de otro modo. Esto ocurre, dijo, porque nosotros no miramos la realidad con los ojos sino con el cerebro. Iba adelante del grupo, y esta explicación que había estado buscando durante décadas me pareció insuperable y plenamente reveladora.
Años antes, cuando era presidente de la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (AGEUS), y nos movíamos en la clandestinidad, apareció en las paredes de San Salvador, una frase aparentemente simple que solo decía: “Dios es amor”. Al principio no nos dijo nada, pero luego meditamos todo esto y llegamos a la conclusión de que en esta frase estaba contenido el viaje de Dios, del cielo a la tierra, su ubicación en el corazón del ser humano y en el último de los seres humanos, en el más pobre, en el perseguido, en el preso, en el campesino sin tierra. De tal manera que, cuando los cuerpos represivos reprimían a los campesinos y obreros que exigían sus derechos, en realidad se estaba reprimiendo al Dios mismo, que moraba en el corazón de estos seres humanos olvidados. Era la teología de la liberación que nos enseñaba una manera diferente de entender y aplicar el evangelio de Cristo.
Esta fue una escuela muy enriquecedora que fue al encuentro de nuestro trabajo político y aprendimos que, en una sociedad profundamente creyente y religiosa, lo primero que necesitamos aplicar era el conocimiento de una teología liberadora que encontrara a un Dios comprometido con la liberación del pueblo para mover la conciencia política de millones de personas en nuestro país.
La vida demostró que este era el camino correcto. Cuando entramos a la guerra descubrimos que no había conflicto ente la fe y la convicción política, ni entre esta fe y la capacidad de combatir con las armas en la mano al enemigo.