Dagoberto Gutiérrez
Chalchuapa era un pueblo muy tranquilo, de calles empedradas, con grama en medio de las piedras, con poquísimos vehículos. El tren de aseo era una carreta jalada por bueyes que lentamente recogía la poca basura que se producía, y la vida toda parecía correr lentamente. Sin embargo, en medio de esa calma aparente, las ideas se arremolinaban y las crisis también marcaban las horas.
Estudiaba en la escuela Francisco Ignacio Cordero, en cuarto grado de primaria, tenía unos diez años de edad y era muy poca la información sobre el país que nos proporcionaban en las aulas; pero, la vida cotidiana siempre parecía ser una escuela abierta donde se aprendían muchas cosas. Ocurrió que todas las noches, mi hermano y yo íbamos a comprar pan a una panadería del pueblo que luego se vendía en la tienda familiar. Esta actividad, aparentemente intrascendente, la de una compra venta, se convirtió en un deslumbrante ejercicio de conocimiento del mundo y de la sociedad.
La panadería llamada “Gloria” estaba a una cuadra de la sede de la policía nacional, y todas las noches, los compradores nos aglomerábamos con diferentes tipos de canastas de palma o de junco para comprar diferentes tipos de pan. Cada canasta llevaba el apunte del pedido, que se iban despachando por el orden de llegada a la panadería. Era una especie de fila para esperar, y mientras llegaba el turno, hacíamos otras cosas para pasar el tiempo.
El dueño de la panadería era un guatemalteco, exilado en el país donde se había nacionalizado. René Montúfar Dueñas, era su nombre. Con mucha energía y gran capacidad de trabajo, siempre parecía un hombre dispuesto y con mucha inteligencia. Su esposa, doña Gloria, parecía una persona con iniciativa y nacida para trabajar.
Mientras esperábamos el pan, mi hermano y yo hacíamos diferentes actividades. Una de esas noches, me pareció oír que alguien recitaba. Como era la época de fin de año en mi escuela, cuando se organizaban clausuras artísticas, donde los alumnos participábamos en danza, poesía, pequeñas obras de teatro, yo tenía un pequeño papel recitando poesías. Por eso me llamó la atención oír que alguien declamara. Y, sin que nadie lo notara, me fui acercando lentamente a la puerta que daba acceso a un corredor interior para oír mejor a lo que, en efecto, eran declamadores. La curiosidad me hizo abrir lentamente la puerta hasta llegar a sentarme en un pequeño banco, como un simple espectador de un acto literario, cuya trascendencia y significado ignoraba completamente.
Corría el año 1954, el presidente era el coronel Oscar Osorio, hacía dos años se había aprobado la Constitución de 1950. En el país soplaban vientos de cambio, pero esos vientos también traían amenazas y represiones, porque estos gobiernos militares, siendo como eran, interesados en modernizar a la sociedad, pensaban hacer cambios desde arriba, sin abrir mucho las puertas, para que el pueblo, desde abajo, participara activamente en esas transformaciones. El momento era adecuado para aprovechar las aperturas y para estar alerta ante las amenazas desde arriba.
Noche a noche, además de comprar el pan para la tienda, yo pasaba con confianza y directamente al círculo de declamadores, integrado por unos cinco jóvenes que parecían ser obreros o estudiantes, todos con facilidad de palabra y buena memoria, a los que el panadero escuchaba, hacía observaciones, y la poesía se repetía una y otra vez. Mientras, iban apareciendo los nombres de los poetas, como Rubén Darío, José Martí, José Santos Chocano, Pepe Montúfar, Alfredo Espino. Y las poesías eran referidas, casi todas, a la relación de nuestros países con los poderes locales y el gran poder estadounidense. Como supe después, era un círculo antiimperialista donde se recitaba poesía de mucha fineza y de mucho filo contra los poderes, adentro y afuera.
Me llamó la atención intensamente, un poema de Rubén Darío, La Marcha Triunfal, que se recitaba todas las noches. Era un poema que se recitaría durante la clausura de mi escuela y, de tanto escucharlo, se me grabó a fuego. Una de esas noches, cuando el declamador no pudo asistir a la sesión, yo me ofrecí para recitarla porque ya la había memorizado. De esa manera ocasional e imperceptible, me hice miembro del círculo de declamación. Hasta entonces fui miembro de algo cuyos contornos no conocía suficientemente, pero la poesía fue una adhesión instantánea al grupo, a su actividad y a su manera de mirar y entender el mundo. Aunque noche a noche se recitaban diferentes poemas, yo me mantuve en la misma poesía, porque me preparaba para la clausura de mi escuela, donde la recitaría.
Mi participación en el círculo se cortaba cuando anunciaban que mi canasta estaba lista con el pan. Mi mamá, a estas alturas, no sabía de mi nueva membrecía, como no se daría cuenta de otras membrecías que en el curso de la vida también adoptaría. Al fin y al cabo, a ella le gustaba que su hijo tuviera participación en las actividades escolares.
Los meses y los años pasaron, y la policía permanecía atenta a las actividades de este panadero intelectual, sin duda, alertada por la policía chapina. Eran los tiempos posteriores al derrocamiento del gobierno de izquierda de Jacobo Arbenz Guzmán en Guatemala, y muy probablemente, don René escapó a El Salvador para salvarse de la feroz represión que se desató en Guatemala, en esos y en posteriores largos años. Resulta lógico que la policía salvadoreña vigilara los movimientos y las actividades de este hombre que parecía de mucha iniciativa, energía y talento.
Un día, la panadería fue asaltada por la policía, pero el dueño escapó. La noticia tensionó al pueblo, aunque no pareció sorprender a nadie y sin generar simpatía hacia la acción policial pero sí hacia el panadero que se convirtió en una especie de ejemplo en la comunidad, la misma que años después sería conmovida por grandes acontecimientos.
Llegaron los años de universidad y como estudiante de derecho recibía clases de economía. Ahí, en la facultad de Economía, un escultor hacía los bustos de Marx, de Engels y de Lenin, que iban a ser colocados en lugares estratégicos de dicha facultad. Ocurrió que el escultor era también René Montúfar Dueñas, que no solo era panadero sino un gran artista y un gran intelectual de izquierdas. Al encontrarnos, nuevamente, reconstruimos la historia, su vida intensa de mucha persecución, me recomendó literatura, esta vez de historia y también de poesía. Periódicamente conversábamos sobre la situación del país, hasta que un día desapareció.
Largos años después, pasada la guerra popular en nuestro país, nos encontramos una vez más, ya en Chalchuapa, con otros conocimientos y experiencias, e hicimos historia.
Uno de sus hijos, el mayor, había muerto combatiendo en la guerrilla guatemalteca y él, ya anciano, se establecía de nuevo con otra panadería en la ciudad. Luego de su muerte, uno de sus hijos, Mauricio, dirige la panadería en la ciudad, mientras la historia sigue avanzando indetenible y hasta invencible, con sus meandros de tranquilidad y sus remolinos que la hacen avanzar.